LA MUJER GRACIOSERA, SIN SU TRABAJO Y SACRIFICIO NO HUBIERA SIDO POSIBLE LA EXISTENCIA DE ESTE PUEBLO



HOY SE CELEBRA EL DIA INTERNACIONAL DE LA MUJER, Y NUESTRO RECONOCIMIENTO A LAS MUJERES GRACIOSERA., LO HACEMOS CONTANDO LA HISTORIA DE UNA DE ELLAS, ENRIQUETA ROMERO, COMO MUESTRA DEL TRABAJO Y SACRIFICIOS DE TODAS , SIN EL CUAL LA GRACIOSA HOY NO EXISTIRÍA COMO ENTIDAD POBLACIONAL.
_________________________________________________


La suya es la historia de una mujer cincelada con trabajo, esfuerzo, dolor y sufrimiento. Con 7 años empezó a cuidar cabras; 7 cabras a los 7 años. Nunca fue a la Escuela. Recuerda maestros a los que admiraba, Don Juan, Doña María Jesús. Ella quería ir a aprender a la Escuela, como sus amigas, pero su padre se lo prohibió; nunca la dejó cumplir su sueño. A los 14 años ya cuidaba 200 cabras. "¿Qué cómo las contaba? Fácil; yo recogía las chuchangas del jable, y de cuatro en cuatro las iba metiendo en un barreño, y así sumaba cuatro cabras". Por eso ella sabía cuándo le faltaba alguna. Como aquella vez que ya de noche tuvo que volver a la Playa de las Conchas porque se le había perdido una; y allá fue, junto a su perro Bardino, que atrapada por una oreja se la devolvió. "Pero yo no llegaba sin todas la cabras porque mi padre me mataba". Las cabras empezaron a morir y a los 15años dejó esa actividad.
 
 Enriqueta es la expresión máxima de una mujer  graciosera, esculpida con esfuerzo y barnizada de dignidad.
Su padre, procedente de la vega de Máguez, fue a casarse a La Graciosa, donde su abuela materna, cerca de La Caletilla, le dio una habitación para que viviera la pareja. Su madre tuvo en Haría a sus cuatro hermanas y al varón, porque en La Graciosa no había condiciones seguras para hacerlo. El hermano y dos de sus hermanas "se colocaron" en Lanzarote, pero la otra hermana y ella permanecieron siempre en La Graciosa. En su isla. La Isla que ha modelado la identidad de Enriqueta Romero Betancort.




La suya es la historia de una mujer cincelada con trabajo, esfuerzo, dolor y sufrimiento. Con 7 años empezó a cuidar cabras; 7 cabras a los 7 años. Nunca fue a la Escuela. Recuerda maestros a los que admiraba, Don Juan, Doña María Jesús. Ella quería ir a aprender a la Escuela, como sus amigas, pero su padre se lo prohibió; nunca la dejó cumplir su sueño. A los 14 años ya cuidaba 200 cabras. "¿Qué cómo las contaba? Fácil; yo recogía las chuchangas del jable, y de cuatro en cuatro las iba metiendo en un barreño, y así sumaba cuatro cabras". Por eso ella sabía cuándo le faltaba alguna. Como aquella vez que ya de noche tuvo que volver a la Playa de las Conchas porque se le había perdido una; y allá fue, junto a su perro Bardino, que atrapada por una oreja se la devolvió. "Pero yo no llegaba sin todas la cabras porque mi padre me mataba". Las cabras empezaron a morir y a los 15 años dejó esa actividad.


Con 16 años, Enriqueta empezó a "rascar cantos"; a bajar cantos desde la montaña, sobre un camello. Tres piezas, de aproximadamente cincuenta kilos cada una, cargaba el camello. Así que, para aumentar la carga decidió sustituir los camellos por burros. Eso a los 16 años. A veces, incluso, con pico y marrón, ella misma labraba los cantos. Como era tanto el peso, para facilitar la carga, los deslizaba con sus brazos, desde el pecho, bajaba al estómago, los muslos y las piernas hasta que los colocaba adecuadamente para el traslado, rumbo Caleta del Sebo. "Mi suegra, que nunca me quiso mucho, decía que yo no podía tener el pecho bien, de tanto arrastrar los cantos". Aún le daba tiempo de recoger la hierba para los animales y plantar cebada. O de ir a buscar agua al aljibe de Pedro Barba, desde donde la transportaba, sobre la cabeza en latas de aceite reutilizadas. O de recoger y transportar en cisco en paños, para utilizarlo como combustible en la tuesta del millo. A veces iba a vender pescado a Haría; subía el risco con la cesta de pescado a la cabeza y los zapatos bajo la axila; cuando llegaba al pueblo se colocaba los zapatos, y vendía el pescado. Con el dinero que obtenía compraba otros productos, sobre todo batatas y papas.


Desprende amabilidad. Es risueña y comunicativa. Pero cuando llevas un rato a su lado, cuando la oyes atentamente, percibes junto a su locuacidad la mirada profunda del dolor; la dignidad de la mujer hecha a sí misma, la que no debe nada a nadie. Enriqueta es la expresión máxima de una mujer canaria, de una graciosera, esculpida con esfuerzo y barnizada de dignidad.
Su padre, procedente de la vega de Máguez, fue a casarse a La Graciosa, donde su abuela materna, cerca de La Caletilla, le dio una habitación para que viviera la pareja. Su madre tuvo en Haría a sus cuatro hermanas y al varón, porque en La Graciosa no había condiciones seguras para hacerlo. El hermano y dos de sus hermanas "se colocaron" en Lanzarote, pero la otra hermana y ella permanecieron siempre en La Graciosa. En su isla. La Isla que ha modelado la identidad de Enriqueta Romero Betancort.







Recuerda con desagrado cuando su padre la obligó a hacer de comer. Una sopa de vieja, le dijo. Pero Enriqueta no sabía cómo hacerla. Menos mal que su amiga Bárbara le enseñó: cebolla, pimiento, tomate, ajo… Pasó su primera prueba, y su madre la recompensó con achicoria, pan con aceite y azúcar.
Con 22 años, Marcial Luis, el graciosero que tenía la molienda, le pidió la mano a su padre. Y el padre de Enriqueta le dijo que no; su hija no podía casarse porque había cebada en la era, y mucho trabajo por hacer. La pareja había construido su casa –la que ocupa la pensión en la actualidad-, y Marcial Luis no se dio por vencido. Pagó unos hombres para que sustituyeran el trabajo de Enriqueta con la cebada, y se casaron. Pero al segundo día de casada tuvo que ir hasta La Mareta, donde estaba la plantación de garbanzos, a buscar el camello que se había perdido.
 

 Con el matrimonio Enriqueta aprendió nuevos oficios, como tostar el millo, con la leña que soltaba el mar, molerlo y hacer gofio. Eso sin perder nunca su pasión por mariscar; dos veces al día se tiraba a la marea a coger lapas y burgados. Marcial Luis y Enriqueta tuvieron tres hijos y una hija. Ella, ya viuda, tiene ocho nietos y tres bisnietos, y todos alrededor suyo; toda la familia vive en La Graciosa.


"¿Qué cómo empecé con el Restaurante? Caminando me encontré con un matrimonio alemán que venían con un niño, y el niño lloraba porque tenía hambre y no había donde comer. Los invité entrar en casa y les di un plato de lentejas". A pesar de que querían pagar la comida, ella se negó; sólo cuando ya se habían ido descubrió un billete de cincuenta pesetas debajo de uno de los platos. Semanas más tarde recibió un paquete de aquel matrimonio con chocolates variados y ropa para los niños. Así fue como Enriqueta empezó a dar de comer en su casa, en una mesa redonda de plástico. Aunque en realidad a ella no le interesaba mucho, porque mantener la casa de comida le impedía ir a mariscar; y a ella lo que realmente le gustaba era mariscar.
Cuando comenzaron las obras del muelle, llegaron un grupo de trabajadores peninsulares y de Tenerife, a los que empezó a darles de comer, papas y pescado sobre todo. Pero ya no cabían en su casa, así que trasladó el comedor al Casino. Los comensales iban en aumento. Comenzaron las visitas de los grupos. Batatas y papas; viejas y jareas; mojo picón, vino y gofio amasado; ese era el menú. Algún problema le dieron los grupos que acudían de Tenerife y Gran Canaria, "por aquel entonces no se llevaban bien, y tenía que ponerlos en distintas mesas y servirles por separado". 
 Luego vino la pensión, aunque ella se resistía bastante. Su marido había enfermado, tenía que atender la familia, los animales, mariscar y hacer la comida para el restaurante en el Casino. No quería firmar créditos, y no tenía ahorros. Empezó con sólo tres habitaciones, pero Don Juan Rosa le regaló los bloques para que construyera más. Pasó de tres a seis, y de seis a doce habitaciones.
 Enriqueta presume del fruto de su trabajo. El restaurante lo tiene arrendado, y su hija Milagros se ha hecho cargo de la gestión de la Pensión, con sus doce habitaciones. Ella ha disminuido su actividad, aunque sigue colaborando, sobre todo con truchas de batata y roscas con quien se lo pida. Se siente orgullosa de haber estado en todas las Islas del Archipiélago, y fuera de ellas ha llegado hasta Cádiz, a la jura de bandera de su hijo, "y suficiente".
Describe la visita del Rey Juan Carlos a la Isla, y su naturalidad; o la amabilidad de Adolfo Suarez, y la paella que degustó; recuerda bien aquella vez que "vinieron todos los del Gobierno de Canarias, todos, todos; eran tantos que se comieron cuatro cajas de cabrillas". No recuerda con el mismo agrado la visita de Julio Iglesias, "… y menos mal que yo no estaba; dejé la comida preparada, y me fui a vender pardelas a Arrecife, pero me enteré a la vuelta". A su regreso le contaron que el cantante, había preguntado quién era "la mujer más ardiente de La Graciosa". Lástima que Enriqueta no hubiera estado presente en ese momento; le habría dado una respuesta adecuada a la insultante pregunta.